martes, 14 de septiembre de 2010

Isleños


La brisa a mar entra serena por la ventana. Sacude las finas cortinas, impregna la habitación de costa, pescado fresco, mitos marinos y pobreza del pescador.
Respira fuerte. Una sonrisa se dibuja en su curtido y moreno rostro. Sus fosas nasales se abren redondas y deja que el inconfundible olor le refresque las entrañas.
No es viejo, no es gordo, ni tampoco tiene el pelo canoso. No encaja de aspecto con el lobo de mar. Pero lo borda en corazón y sentimiento. Él es joven, moreno, taciturno (como el buen marino) y enamoradizo.
A estribor entre las blancas sábanas de su cama descansa una mujer. Sosegada, es bañada por las suaves olas de la colcha que rompen contra su cuerpo blanco. Ella respira profundo, pero más contaminado, quizás.
Nuestro joven marinero mantiene los ojos cerrados, pero la mente bien despierta.
Ahora las aves de mar emiten un incómodo sonido. Para él podría ser piano. Luego llegan las desgarradas voces de los marinos al cuadro costero del joven. Las voces resuenan en el horizonte. Voces antiguas, fatigadas por el canto intempestivo bajo las lluvias y vientos de todos los mares.
¡Barcos al agua!
Chapoteo de pies, maderas y laboríos sobre el tranquilo mar que regala hoy el día. Montan en sus botes las solitarias almas que embarcan sin temor a un posible final. Dejan atrás las almas de sus familias, que son bocas por alimentar. Es la novela del marino, manida y cruda, pero cierta y dolorosa.
A la cabeza del joven en cama viene la oración: “Luis y Miguel no volvieron ayer a puerto”. Información aparte es redundante.
Marinero en tierra ve entre la oscuridad de sus párpados a los pescadores que se santiguan mirando a la iglesia antes de partir; también ve a los no creyentes, que se santiguan mirando a las puertas de colores de su casa. En las tinieblas del mar, siempre es necesario un mástil al que aferrarse.
Gritos, voces, agua chapoteando… De repente una bocina. El joven desde su cama ríe. Luego otra bocina, un grito y otra bocina.
Poco a poco el aire empieza a ensuciarse, el salitre deja paso al CO2, los ruidos de aves marinas son sustituidos por bocinas de pajarracos trajeados en coche.
Marinero tose y se incorpora.
Mira a su alrededor. Todo como cada mañana. Las ventanas cerradas para que la polución del Londres del s.XX no le amargue el despertar.
Su piso sigue igual. En la mesa del salón espera su portátil con el trabajo a medio realizar que tiene que entregar esta tarde, una pizza inconclusa y fría, y unas copas que coleccionan el vino más caro que el supermercado tenía ayer.
Se estira. No quiere despertar. Restriega sus manos sobre la cara para desperezar sus cansados ojos.
Gira su cabeza a estribor y ve desperezándose a la joven de tez blanca que le reprocha con tono de cansancio: “Me has dado una mañana terrible. A las siete el mar me ha despertado. Luego han sonado gaviotas y para más INRI marineros. Encima estabas abrazándome y los sonidos salían de tu boca golpeando mi oído”. El se ríe. Eres insoportable continuó ella. Podrías ir al médico a mirártelo, es muy molesto terminó, se giro en la cama y continuo durmiendo.
Déjame, déjame protestó él. El despertar es lo único que me queda de mi tierra. Es el único recuerdo que esta ciudad me cede, tras dejar atrás mi mar. Dejadme la esperanza. Dejadme el soñar… terminó mirando al sol grisáceo que se colaba por la ventana.

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