domingo, 13 de febrero de 2011

El Encuentro

Una tenue luz iluminaba la barra de la taberna. Mis ojos solo alcanzaban a ver imágenes borrosas: no más de seis siluetas sentadas; no más de dos sirviéndoles tras la barra. Me quité el sombrero y el abrigo, lo colgué de mi brazo e intenté reconocer al motivo de mi visita. Ella no estaba esperándome, como bien había supuesto. Ella no vendría conmigo en nuestra huida planeada y más que deseada; había roto nuestra cita esa fría mañana de noviembre de 1848.

Notaba como el olor a sudor impregnaba mi ropa, el matiz del tabaco inundaba mis fosas nasales y el alcohol embriagador secaba mi boca.
No quise abandonar ese lugar deprimente y desolador. Los rostros de los personajes que habitaban la taberna se tornaban tristes y desesperanzadores, marcados por el paso del tiempo y las ineludibles marcas de la mala vida.
Me sentía un hombre ajeno a esa realidad tan penosa y decadente; pero en ese momento de desesperación en el que vivía, era el único lugar en el que me sentía capaz de olvidar mi vida.

Me senté en la barra, franqueado a diestro por un hombre gordo que sujetaba su pesada cabeza sobre su mano y a siniestro por un hombre oscuro que observaba taciturno su vaso. “¿Qué le sirvo?” me preguntó una voz tosca y ronca tras la barra. “Un whisky”, dije saliendo de mis pensamientos.
Sobre la barra dispuso un vaso. Sirvió un generoso trago que bebí de una vez, pidiendo repetir. Volví a beberlo de una vez, alejándome a cada gota que en mi cuerpo entraba de whisky, del motivo que me hacía beber. Empezaba a notar los efectos embriagadores del alcohol. Me quedé mirando al frente absorto, ajeno a la precaria realidad que me rodeaba.

Escuché entonces, a la izquierda de la barra, una voz que supuse se dirigía a mí. Torcí la cabeza y busqué las palabras en el cargado ambiente de la taberna.

- Es el alcohol el mayor y más condescendiente de los remedios del hombre. Fue y será mi medicina en el arduo camino que resulta conformarse la vida con el transcurso de los años.- El hombre antes descrito, taciturno en su vaso, hablaba sin mirarme sobre su triste concepción del mundo, sin saber yo a quién hablaba ni a qué se refería-.

- Disculpe pues señor, que a mis oídos llegaron sus pensamientos, y me preguntaba si me hablaba a mí, a título personal, o hablaba por hablar, ebrio de palabra por el alcohol.

- Siento buen amigo si mis lamentos y odas a mi bienaventurado whisky llegaron a sus desdichados odios –guardó silencio-. ¡Pero es tan cruel y tan manido el ver a un hombre ahogando sus penas en semejante bebida!.. Siempre me acompañó y siempre fiel le he sido. He creado una dependencia, tengo una relación tan fuerte con él… No se la desearía ni al mayor de mis enemigos, que con el paso del tiempo pocos no son, y que en gran medida, ha sido el alcohol el que me ha hecho buscar dichos adversarios literarios.

- Sin que tome a mal mis humildes palabras, su conversación aún me deprime más…

- Siento si mis palabras le resultan duras y poco complacientes… Simplemente le hago darse cuenta de la oscuridad que impregna este mundo. Reconozco no ser una persona para dar ánimos ni esperanzas, ya que nunca tuve el placer de conocer en mi propia persona dichos sentimientos. Nunca tuve esperanzas en la vida, y las pocas que tuve, acabaron en desastre.

- Realmente su concepción del mundo es desoladora…

Levanté el dedo, indicando que me sirviera otro whisky. El hombre siniestro continuaba, inmutable, mirando su vaso.

- Usted tiene un gran sentido de la ilusión me temo. Es usted un utópico si realmente piensa que el mundo es algo diferente a lo que he descrito. Si es usted realmente así, y estoy hablando en este momento con uno de los millones de utópicos que pueblan el mundo y en especial América, permítame que le envidie. –Imita una voz jocosa y empieza a referirse a mi ropa- Bonitos zapatos de cuero marrón, arreglado y perfectamente entallado traje de tweed, camisa limpia y meticulosamente planchada, acompañado de una preciosa corbata de seda burdeos… No es usted el tipo de personaje al que acostumbro a encontrar en estas cloacas malolientes.

Dejó de hablar de mi atuendo, quedando yo asombrado por la meticulosidad del trazo en la descripción, cuando ni me había mirado. Fue en ese momento, mientras le observaba boquiabierto, cuando levantó por vez primera su vista del fondo del vaso y me miró, conectando los ojos en una mirada. Su rostro hizo que me sobresaltara, me intimidó. Bajo las disquisiciones pesimistas y su pose adusta y siempre rígida, se vislumbraba un rostro de treintañero envejecido, maltratado por la vida y el alcohol, que protagonizaban y describían su persona; todo ello en perfecta armonía con su desoladora concepción de la vida.

- Le rogaría que dejase de mirarme de esa manera. No va conseguir intimidarme… -aseguró en una leve risa, volviendo a depositar su vista al culo del vaso vacío-.

- Discúlpeme, de veras, pero me dejó realmente sorprendido su descripción.

- Mi vida me ha hecho ser así… El transcurso de las penas desde mi nacimiento ha sido continuo. Me han conformado de esta forma tan fría y meticulosa –guardó silencio-. Mi padre nos abandonó cuando yo contaba diez años, mi madre al poco murió de tuberculosis… -miraba sumido por sus recuerdos al frente-. Me adoptaron y mi vida no mejoró. En la Universidad conocía a mi más fiel y continuo amigo: El alcohol, e igualmente el juego. La Universidad fue, para mí, como esta u otra taberna: Primaba la bebida, jugaba continuamente e indefectiblemente perdía y me endeudaba. Me alejé, aun más, de la conducta modélica. Me condené al bagaje errante del mundo del vicio… -hablaba para sí mismo, obviaba mi presencia y revivía su triste recuerdo-.

- Comentó algo de enemigos literarios… ¿Es usted escritor? – me interesé por mi lejano amigo, intentando a su vez redirigir en un intento vano la conversación a puertos menos personales-.

- Mi primer libro resultó ser una de las muchas decepciones que han acontecido en mi vida. Una sola tirada de cincuenta libros fue el resultado de mi penosa publicación –de nada sirvió mi intento y siguió relatándome la historia de su pasado-. Mi vida era un auténtico desastre y me alisté en el ejército, aunque no pude aguantar ese servilismo absurdo y me acabaron echando. Contraje matrimonio, con la negativa de la sociedad y en secreto, con mi prima, bastante menor que yo… Lo que aconteció en esos años no son más que recuerdos borrosos de un intento de vida feliz turbada por el omnipresente alcohol, que siempre aparecía para destrozar mis esperanzas… Pero a pesar de odiarle no puedo abandonarle… en eso se resume mi vida. – Calló y bebió del vaso que le habían rellenado. Se hizo el silencio en la taberna. Ningún comentario interior turbaba los ruidos que de la calle venían. Miraba a mi misterioso compañero que con seriedad y rapidez me había abierto su triste corazón y su desolador pasado. Seguí bebiendo, esperando escuchar su próxima narración. Y así continuó- Hace unos años, tras llegar a esta odiosa ciudad, mi mujer y yo habíamos conseguido cierta estabilidad. Vivíamos en una casa con jardín, como todo buen hombre hubiese deseado, trabajaba y dirigía un periódico… Parecía que el alcohol había decidido darme una tregua, intentaba dejarme alcanzar la felicidad… ¡Iluso de mí! –dijo con ironía-. Pero eso solo fue una vana ilusión, un onírico sentimiento que rápidamente llegó a su fin, una tarde, mientras tomábamos té. Mi mujer tocaba el arpa de acompañamiento a las infantiles melodías que más me agradaban. Súbitamente la música paró en un agudo de su delicada garganta, mientras la sangre empezó a salir de su boca. Resultó tener tuberculosis mi querida Virginia, y yo, aun así, no supe estar a su altura. Durante su enfermedad, loco yo de dolor y angustia, me dejé llevar por una poetisa. Cada poro de su cuerpo me incitaba, cada palabra que pronunciaba me parecía perfecta e inalcanzable, la lectura de sus poemas me acercaba a una sensación interior desenfrenada… Me dejé guiar, esta vez, por el amor más puro conocido, por un amor de sentimiento, por un amor platónico. Mi querida Virginia aceptaba nuestra relación, la consideraba buena y estable para mí. Virginia me temía, le asustaba mi recaída, le horrorizaba mi conducta ebria y rezaba por mi conducta… Dos años después murió… Esa mañana gris de enero, los cuervos negros graznaban en el campo, volaban alrededor del campanario y mi mujer realizaba su trayecto final… Yo la acompañé en ese último viaje de casa al cementerio, con mi antigua capa de cadete, sobre la cual, había muerto. Ahora la notaba a ella cubriéndome los brazos, protegiéndome del frío…

Terminó su relato, y yo quede en silencio, silencio absoluto e irremediable. Los otros cuatro gatos que poblaban la taberna se habían reorganizado, y escuchaban expectantes el relato de mi siniestro amigo. Él se bebió el resto de su vaso de un sorbo. Tragó de forma sonora y exagerada, notando el whisky correr por su garganta. Se puso el sombrero, miró a los oyentes, se levantó con sutileza de la banqueta y se puso de pie.
Dispuso sobre sus hombros una capa vieja y sucia (siendo seguramente la de cadete, sobre la cual su mujer expiró) con parsimonia y diligencia. Se dirigió a la puerta, mientras los borrachos de la taberna le hacían paso, maravillados por la profundidad de su angustiosa vida. Cuando reaccioné, me levanté de un salto. Él ya estaba junto a la puerta, a punto de abrirla para no volver a verle nunca más. Le grité: “¡Amigo!” Se paró, sin moverse durante unos segundos. Torció su cabeza, mirándome por última vez, volviendo a clavar sus profundos y severos ojos sobre los míos. Me mantuvo la mirada nuevamente unos segundos y dijo: “No me llame así, apenas me conoce señor…” Sonreí ante su idiosincrasia adusta y le respondí con una leve carcajada: “¡Solo dígame su nombre!..” Me apartó la vista, liberándome de la fuerte carga que me oprimía con cada mirada de mi misterioso nuevo amigo. Retornó su cabeza al frente de su busto, abrió la puerta y salió de la taberna. El resto de borrachos, que expectantes habían visto acontecer los últimos segundos de nuestra conversación, perdieron, al desaparecer el misterioso hombre, el interés de manera ipso facta.
Seguí mirando, a diferencia del resto de hombres de la taberna, la puerta por donde se había ido. Él no era un hombre normal, su historia me había abierto el mundo de la total desesperación y locura. Sin embargo, su perenne lucidez presentaba una persona meticulosa y aparentemente cuerda. El recuerdo que me dejó es difícil de borrar u obviar. Cambió mis sentimientos y mi percepción de ese mundo utópico en el que aseguraba que yo vivía.

Me disponía a volver a la barra cuando bajé la mirada en un atisbo de cansancio y embriaguez. Fue entonces cuando la vi, estaba allí, reposando solitaria sobre el suelo pegajoso y sucio. Me dirigí con excesiva vehemencia a la puerta de la taberna, me agaché y recogí una tarjeta de visita. La torné, la dispuse sobre mi palma y miré el nombre. Releí el nombre repetidas veces, en busca de algún error. Pero no me dejó duda alguna, en la tarjeta se podía leer claramente: Edgar Allan Poe.
Acababa de gozar del relato de la vida misma del maestro del terror contado por sí mismo.
Había conocido a Allan Poe.

Un mundo nuevo es más necesario que imposible. Aunque ese mundo nuevo sea igualmente inaccesible e imposible de llegar a él. Pura utopía, supongo...

viernes, 4 de febrero de 2011

Entré por la puerta, y a pesar del paso de los días, el ambiente seguía cargado con su olor longevo y tierno. Al fondo se apreciaba, entre la penumbra del olvido y la soledad, lo que en su día fue su reducto de vida y lectura. De él ya solo quedaban el sillón y la lámpara. Los libros que saturaban las paredes del salón habían sido repartidos de manera ordenada y heredada. Por la ventana que iluminaba sus mañanas de idiosincrasia cultural, solo entraba la oscuridad de la fría noche de un otoño próximo.
Encendí la luz y recorrí la casa, cuyo desorden dejaba entrever la ingente cantidad de recuerdos tangibles que deja el bagaje de nuestra precaria existencia.
Intentábamos racionalizar, actuar de la manera más eficiente y rápida. Pero aun no me había acostumbrado a pisar aquel parqué sin dueña que lo fregase, a indagar entre los libros que ella leyese, a sentarme y observar el sillón que, desde imágenes infantiles, recuerdo ella siempre ocupaba.

Salí a la terraza, intentando contener aquellas lágrimas que escapan en el momento más inoportuno y esperado, como la propia muerte. A pesar de mis vanos intentos, noté correr por mi rostro frío largas y sinuosas lágrimas, desembocando y desapareciendo en la perpetuación del olvido...

Adiós.