viernes, 4 de febrero de 2011

Entré por la puerta, y a pesar del paso de los días, el ambiente seguía cargado con su olor longevo y tierno. Al fondo se apreciaba, entre la penumbra del olvido y la soledad, lo que en su día fue su reducto de vida y lectura. De él ya solo quedaban el sillón y la lámpara. Los libros que saturaban las paredes del salón habían sido repartidos de manera ordenada y heredada. Por la ventana que iluminaba sus mañanas de idiosincrasia cultural, solo entraba la oscuridad de la fría noche de un otoño próximo.
Encendí la luz y recorrí la casa, cuyo desorden dejaba entrever la ingente cantidad de recuerdos tangibles que deja el bagaje de nuestra precaria existencia.
Intentábamos racionalizar, actuar de la manera más eficiente y rápida. Pero aun no me había acostumbrado a pisar aquel parqué sin dueña que lo fregase, a indagar entre los libros que ella leyese, a sentarme y observar el sillón que, desde imágenes infantiles, recuerdo ella siempre ocupaba.

Salí a la terraza, intentando contener aquellas lágrimas que escapan en el momento más inoportuno y esperado, como la propia muerte. A pesar de mis vanos intentos, noté correr por mi rostro frío largas y sinuosas lágrimas, desembocando y desapareciendo en la perpetuación del olvido...

Adiós.

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