miércoles, 28 de octubre de 2009

Su final, mi final


Un ensordecedor ruido, irrumpió, en mitad de la noche, turbando mi incompleto sueño.
Abrí un ojo, para saber que sucedía, en esta profesión hay que ser como los delfines: Has de tener siempre una parte de tu cerebro despierta por si las moscas...
Mi pequeño habitáculo estaba siendo atacado por un grupo de chavales, jóvenes, fuertes y maleducados (molestar a un viejo de esta forma...).
Yo me levanté por completo, aparté la manta que cubría mi regazo e intenté escuchar lo que me intentaban decir; ya que de oído no ando demasiado bien. Cuando me acerqué al cristal, todavía adormilado, comprendí que lo que hacían era insultarme en lugar de intentar comunicarse; comprendí que esos golpes que turbaron mi sueño, no había sido el viento, sino patadas y gritos que los jóvenes le seguían propiciando, ahora, a los cristales de la sucursal.
El miedo y el remordimiento empezaron a causar estragos en mi persona; y caí como un peso muerto en la tierra; caí por Newton. Debí quedar dormido nuevamente, o simplemente regresé a el pasado, un pasado que siempre hubiera deseado cambiar.

Son las nueve, Jaime me espera ya en la moto para ir con los demás. Salgo de mi habitación y me encuentro a Luisa, una chica nueva del servicio que está...
Bajo las escaleras y llego hasta el despacho de mi padre, donde le miento con que llegaré antes de las doce, pobre iluso. Salgo del chalet de mis padres en Puerta de Hierro; en la calle me espera Jaime con su Vespa y con sus eternas Ray Ban a media asta.
Al rato llegamos a las callejas de Moncloa, allí hemos quedado con Pedro y Luis.
Entramos a nuestro bareto de siempre y nos tomamos unos cuantos cubatas. Luego la noche sigue...
Nos echan de una discoteca, a la cual ya no se ni como llegué. Nos empezamos a reír: hemos consumido heroína y unas cuantas copas. Por el camino, creo que estamos por Sol; las calles están bacías, muertas. Caminamos mientras cantamos, alguno vomita y otros fuman.
En una esquina, vemos unos cartones, una manta y un viejo. Incontrolados, nos empezamos a reír. Al poco, Pedro empieza a insultar a nuestro amigo pedigüeño...
Jaime se le une, y finalmente Luis. Yo no comprendo muy bien en que consiste esto, pero, que más da, no hacemos daño a nadie: Comienzo yo también a insultarle. Acto seguido, Pedro le pega una patada, y otra, y otra… En el viejo se vislumbrar el terror que siente. Las patadas continúan, los gritos y risas las suceden, el miedo y terror están patentes en aquella funesta esquina.
Esto empeora: Luis, saca el mechero y prende la manta que hay en el regazo del mendigo, todos se ríen menos yo, que no entiendo nada, ¿que hacen? El viejo grita y retira la añosa manta y mis colegas se lanzan sobre él y le siguen propinando una tremenda paliza, que propicia la muerte o algo parecido al viejo.
Ya apenas grita, apenas respira, apenas teme; apenas tiembla, apenas vive...
Mis amigos de la infancia se levantan, vemos al mendigo tirado en el suelo, sin miedo ya en esos ajados ojos...
Las sirenas de la pasma asoman entre la noche serena a lo lejos. Salimos corriendo a toda velocidad, sin pensar en nada, ni nadie; solo pensando en que nos puedan pillar.

Me levanto y veo que sigo en el mismo momento, los jóvenes siguen gritándome y apedreando el cristal. Acabo de recordar todo lo que hice en mi día, cuando era un niño pijo de Vespa y Ray Ban a media asta . Recuerdo ahora a ese pobre anciano, recuerdo a ese pobre hombre, que nunca me ha abandonado; al que un día, yo y mis amigos decidimos dar “un susto”; igual que el que hoy me intentan dar a mi.
Es el destino, es mi castigo... Acabé, en cárcel por el homicidio de ese anciano. Al salir, volví al chalet de Puerta de Hierro de mis padres, los cuales me odian, creo que ese odio es reciproco. Me encontré solo y pobre, igual que me encuentro hoy; igual que ese anciano al cual maté, se encontró en su día.
Me doy cuenta de mi fallo, de mi error, el cual nunca mas volveré a cometer ya que...
Me dispongo a abrir el pestillo del cajero en el cual estoy atrincherado, entonces entraran los chavales e igual que hice yo en mi día, me darán “un susto”; el cual, con suerte acabará con mi despreciable vida.

Yo tambien noto la crisis...

Yo también noto la crisis, al igual que vosotros, imagino.
A nosotros no nos echan a la calle, ni esperamos colas en el INEM, ni nos tenemos que preocupar de pagar nuestra hipoteca (para eso están nuestros padres). Pese a las alegaciones que acabo de realizar, con las cuales intento justificar que la crisis, tal cual la conocemos, no me afecta, que si me preocupa…, encuentro otras razones que afronto ahora, e imagino que vosotros también estáis afrontando.

Es cierto que sigo viniendo al colegio, sigo comiendo y sigo saliendo los fines de semana. La crisis de la juventud, todo hay que decirlo, no se asemeja lo más mínimo a la crisis de nuestros adultos, pero alguna similitud tiene.

La vida, cada día, es más cara. Los diez euros, cada vez que sales, no hay quien te los quite: te dan para ir al cine y tomar algo en el Burger; pero claro, si ya nos vamos al Vips, los precios suben y ya de los quince no hay quien baje. Y luego, los precios de autobuses y metros, que cada día suben más…
Existen, sí, otras alternativas: puedes irte a Madrid a dar una vuelta, pero ya también acabas gastando; puedes irte a hacer botellón, pero eso también cuesta lo suyo; puedes irte a una discoteca, pero tampoco lo regalan; también puedes ir a un museo (aunque es tontería decir eso). Todo, todo sube.

Una merienda en el Vips, diez euros fácil; un Starbucks de sillón, cuatro; y un cine sin palomitas, siete… Como podéis ver no estoy hablando de comer en el Palace, ni de ir al teatro, ni de ir de compras por Serrano…, estoy hablando del ocio diario, en cierto modo austero.

Eureka, aquí esta nuestra mayor igualdad con los adultos: sus sueldos no suben, nuestros sueldos no suben… Nuestras pagas, con la crisis, tampoco aumentan; hay menos recursos que antes, y los precios no han bajado; y que conste, que con esto no ando pidiendo una subida de paga, ya que, tal y como está el panorama, sería despreciable por mi parte.

Pero esta crisis mundial esta haciendo, por otro lado, que miremos más a conciencia los precios, que tengamos mayor mentalidad de ahorro y menos de consumo, como antaño nuestros padres y abuelos. Esta crisis nos ha hecho bajar del caballo de la opulencia y la buena vida; bueno quizás eso sea desmesurado, pero que nos ha hecho más conscientes del valor del dinero, y poner los pies en la tierra.

Yo, ahora cuando salgo, me empiezo a dar cuenta de que si en vez de pedir Coca cola o Nestea, o lo que queráis, pido una jarra de agua (por fin van aceptando servir agua del grifo, en lugar de botellas de agua mineral caras, que ya era hora…), la factura baja vertiginosamente; quizás no de modo vertiginoso, pero si de forma notable.

Así que, no digo que la crisis nos venga bien o sea buena: adultos, no sientan conmiseración por nosotros, ya que me atrevo a asegurar que nos está ayudando a curtirnos, a espabilarnos, a ser más austeros y menos compulsivos; y a saber, mas vale tarde que nunca, lo que figuradamente hablando se dice, “vale un peine”.

martes, 27 de octubre de 2009

Y entonces llegó el Bogavante...


El relato que deseo relatar, tiene su inicio en mi colegio, un Viernes no muy lejano.
Salí de él y emprendí el camino a mi casa. Tras ese paseo tan manido por mis cansados pies, llegué a mi morada, abrí la puerta, y mi perro como siempre, celebró mi llegada (parecía la típica fiesta sorpresa que “tanto alegra y sorprende al festejado”).
Entré en mi habitación, vacié la mochila y me puse a leer mi libro de Gabriel García Márquez.
Estaba tan inmerso leyendo a ese autor, que no presté la menor atención a la llegada de mi madre.
Iba cargada como una mula, llena de bolsas de la compra (como todos los viernes) y repitiendo una y otra vez que no la ayudaba. Pasé literalmente de ella.
Mi madre, estaba en la cocina vaciando las bolsas llenas de alimentos, como si una guerra mundial acechara cual águila depredadora.
Yo seguía inmerso en mi libro.
Al rato oí a mi madre diciéndole a mi padre, quien se encontraba en el despacho, que había comprados dos bogavantes vivos y que como prefería que los hiciera.
Al oír eso, quedé anonadado: Iban a matar a unos pobres crustáceos, que jamás conocerían a sus hijos, jamás podrían disfrutar de la vida, que nunca serían felices…
Serían devorados por unos carnívoros sedientos de sangre marina.
Dejé mi libro, y emprendí el camino hacia el despacho donde los cromañones se encontraban:
- En serio vas a matar a unos pobres bichitos que de nada tienen la culpa de vuestro insaciable apetito…
- Hijo si ya están casi muertos, solo hay que meterlos en el congelador y esperar que se mueran. Luego se mete el cuchillo y se parten por la mitad y… a la plancha; si están muy bueno.
Me dieron ganas de vomitar, sentí como la bilis ascendía por mi esófago… ¿Por que mi madre había sido tan explícita?
Yo seguía pensando que no me los comería aunque me obligaran…
Al final no nos los cenamos. Me fui a la cama y dormí placidamente mientras los crustáceos esperaban su irremediable ejecución.

A la mañana siguiente, como siempre antes de estudiar, fui a coger una Cocacola. Cuando abrí la nevera, vi a los dos bogavantes. Uno, parecía ya completamente muerto, pero el otro aunque estuviera inmóvil, su ojo acusador seguía cada movimiento que hacía; lo pasé realmente mal.
Como tenía hambre me dije: “Voy a comer algo” y fui, como es normal, directo al embutido. Entonces, cuando estaba abriendo el jamón imagine a un pobre cerdo al que habían dejado sin patas para ser devoradas por esta sociedad de animales carnívoros.
Metí el jamón en la nevera, miré con cara sonriente al pobre e indefenso bogavante y cogí unos pepinillos.
Ya era la hora de empezar a preparar la comida. Mi madre se metió en la cocina y empezó con la masacre de los bogavantes, como más adelante coronaríamos.
Días después me reconoció que lo paso realmente mal matándoles, ya que uno no estaba del todo muerto cuando le clavó el cuchillo y retorció sus inmensas pinzas. Me sentí satisfecho de que las hubiera pasado “canutas” y me prometió que jamás volvería a comprar animales vivos.
Aun así mis padres se comieron los dos bogavantes, uno cada uno, reconozco que tenían una pinta exquisita, pero no los probé. Me negué.
Mi madre me propuso platos alternativos, pero en todos ellos estaba como personaje principal un animal vilmente asesinado.
Mi padre, tras alguno de sus potentes y odiosos gritos me obligó a comer un filete. Me sentí fatal, obligado a hacer algo contra mi voluntad, sentí que en vez de vivir en una democracia, habíamos vuelto al franquismo: ¡Que horror!
Estuve mucho tiempo enfadado con ese cromañon que se hace llamar padre.
Reconozco que sigo comiendo carne, pescado y demás animalillos, pero siempre que puedo le evito.

martes, 20 de octubre de 2009

Crisis? What crisis?


La familia Pérez, como buena familia española, se encuentra en un pequeño apuro: Desean ahorrar, pero no lo consiguen; lo intentan o eso dicen pero no lo consiguen…
Da la impresión de que no tienen muy bien asimilado el concepto de ahorro. Por ejemplo: Tres noches atrás, los padres fueron al teatro y después a cenar por ahí; anteayer, el hijo salió a jugar a los bolos con sus amigos perdiendo todas las apuestas y esta noche, viernes, salen a cenar los padres, el hijo y su novia.
Por lo que parece no se privan de nada, ah, y se me olvidaba,… hace una semana, se fueron de crucero por el Caribe, aunque para justificarse alegan que era el crucero más barato. Esto no es ahorro, es despilfarro.
Claro, las lágrimas y apuros llegan cuando aparece la hipoteca (de 800 a 1000 euros es lo que ha subido); la factura del coche del niño, que para más INRI ha perdido el empleo como mecánico hace seis meses. Y no acaba todo con esas facturas: La luz y la electricidad les ha subido un 12%.
La recarga de la tarjeta, el padre la mira con lupa; la gasolina sube como la espuma y la mujer, Juana, gasta entre comida y ropa, lo que él en tabaco y las cañas en el bar.
En fin, esta es una familia imposible, y o se cohíben poco a poco, o habrá que cortar el grifo de golpe; porque a este paso la cuesta de Enero será peor que el Everest.

Mi última noche




Siempre recordaré el día en el que el guardia me llevó a conocer el hielo.
Mi última noche pasaba en una celda, solo, absorto, estremecido y cagado.
Mi vida, intensa pero fugaz, acabaría mañana al canto de los gallos.
¿De que ha servido mi lucha, si las tierras son del que las ha robado?

Mi nombre adopta el de cobarde al decir: “que miedo me da la muerte con sangre, que miedo me da el hijo que tan pobre dejo y la mujer viuda que tan sola abandono”.
Es por eso que intento, sin ninguna respuesta, dormir: intentando evadirme de lo que dejo de vivir; de que muero por la libertad; de que en este mundo solo se conoce la palabra paz de nombre, y no de realidad.
Y me encuentro hoy, en esta celda, ausente de paz y libertad, de orgullo y dignidad.
Pero el mejor recuerdo que llevaré a la tumba será morir con la cara pintada del color de la Paz, por la cual he luchado.
La gran oscuridad de la noche, su negro velo levanta. Mi hora, inevitablemente llega. Los nervios alteran mi cordura.
Al rato, unas botas el paso firme van dando. Se acercan a la celda donde he pasado la última noche de mi vida. Se abre la puerta. Me ponen los grilletes y por el corredor me arrastran. Salimos a la calle. Las primeras luces del amanecer se han instalado en el lúgubre paisaje.
Allí, en el patio, las armas esperan tranquilas, ya que la vida de otro más aniquilan.
El hielo esta ahí. Me atan al mástil, y allí me dejan esperando a la parca.
Se retiran los guardias…

Primera orden: ¡Carguen armas!
El sonido de mi fin se acerca...
Segunda orden: ¡Apunten!
Los fusiles se ríen, sedientos de sangre roja.
Tercera y última orden: ¡Fuego!

Los gallos cantan a las primeras luces del alba

Mi nombre es Allan Poe

Mi rostro envejecido de treintañero, maltratado por la vida y el alcohol, protagoniza y describe mi persona.


Mi carácter, tímido y meticuloso, hizo de mi, una persona lógubre y solitaria.

Mi personalidad oscura me ayudó a escribir, junto con mi manida soledad, los cuentos y relatos, que por fortuna, han pasado a la historia.

Profundidad y oscuridad en mis severos ojos, llega, en algunos casos a intimidar, pero en realidad, es el reflejo de la angustiosa vida y final que acarreo a mis cansadas espaldas.